La tertulia literaria

Cada lector crea un mundo propio al adentrarse en las páginas de un libro. No hay libros, no hay historias, hay lectores que vierten su subjetividad en las páginas que alguien, el autor, un día trazó con más o menos arte, con más o menos acierto, con un pulso que tembló o que se mantuvo firme.

Según Robert Schuman “Iluminar las profundidades del corazón humano es la misión del artista”. El poeta, el literato, juega con las palabras, y en ese juego se introduce más que ningún otro en la subjetividad del otro, transformándole y convirtiendo al futuro lector en un nuevo creador.

El escritor cuando acaba su trabajo, cuando cierra el ordenador, cuando pone el punto final, y termina la corrección del texto, ha dejado su piel tras de sí. La epidermis que el autor se ha arrancado con esfuerzo, como en la metamorfosis de una serpiente mitológica, se queda detrás, ya seca, esperando a que el lector se introduzca en ella, a que la anime con un renovado espíritu.

Así, en cada libro el lector traza un universo novedoso en el que reina su personal subjetividad, su manera de ver el mundo, los recuerdos que almacenó y guardó cuidadosamente, quizás desde su infancia o adolescencia. Por ello, las novelas que nos han conmovido, las que nos han causado placer, las que nos han asustado o enternecido, las que se han metido hasta lo más profundo de nuestro ser y nos han hecho llorar, se convierten en algo tan nuestro como del propio autor que un día las escribió, quien quizás puede haberlas ya desdibujado en su mente o incluso casi olvidado. Es por ello, por haber traspasado la frontera de lo personal, por lo que cuando las vemos en el celuloide nos desilusionan. Es difícil llevar al cine una buena novela. Cada lector lleva en su mente la particular figura de un Dimitri Karamazov, o de un Frodo, o de una Lizzy Benet. Cada lector sabe cómo es el páramo de Cumbres Borrascosas, o el barco del Corsario Negro. Quizá cada uno de nosotros conocemos los detalles de las novelas mejor que Tolkien, que Dostoievski, que Paul Auster o  Salgari.

Si de un modo mágico pudiésemos proyectar, como en una película, la idea que hemos generado de cada uno de los libros que un día leímos, y si lográsemos compararlos con las imaginarias proyecciones de otros lectores, nos sorprenderíamos al contemplar aspectos comunes entre sí, pero muchos  otros extraordinariamente divergentes. Leer no es algo pasivo, leer es un arte que transforma al sujeto que lo hace, y – al mismo tiempo – altera la propia obra que un día el incauto escritor trazó, pensando que sería suya. La lectura es un arte porque es ajena al mundo de la necesidad, se sitúa en el mundo de lo novedoso, en el universo de lo sensible y de lo bello. Se puede vivir sin leer, pero el hombre que lee se hace a sí mismo más espiritual y humano. El hombre se distingue tanto del animal, que vive en el mundo de lo necesario, como de la máquina, que opera en el mundo de lo racional y lógico, por ser capaz de crear arte.

Un verdadero lector es, por tanto, un artista, pero todo creador, todo artífice, no crea sólo para sí, lo hace para compartir su arte. Así, el lector necesitará comunicar el mundo personal que creó al adentrarse en el libro, tanto como el escritor encontrar el editor que le permitirá publicar su novela o el librero que se la venderá. La lectura no compartida se convierte en algo vacío, e incluso en algo dañino, como le ocurrió a nuestro Quijote que “se enfrascó tanto en su lectura… que vino a perder el juicio”.

Por el contrario, la lectura compartida es fuente de amistad y de diálogo. ¿Quiénes son nuestros mejores amigos? Aquellos que han compartido el viaje que iniciamos al abrir las portadas de nuestros libros favoritos. Aquellos a los que hemos logrado transferir el mundo interior que creó en nosotros una novela, un ensayo, un poema. Aquellos que a su vez nos transmitieron su propia creación personal. Los amigos y compañeros de lectura nos iluminan y nosotros a ellos; de tal modo que el lector cumple en sí mismo la misión del artista, entendiéndola en el sentido de Schuman, como la capacidad de Iluminar las profundidades del corazón humano.

“Los amigos no se miran a los ojos y, a diferencia de los amantes, apenas hablan nunca de su amistad, su mirada está dirigida a las cosas que a ambos interesan” (Pieper). Los libros forman parte de esas cosas que interesan a los  amigos y que nos hacen dirigir la mirada en la misma dirección. Todo librero, todo editor, sabe bien que la mejor difusión de una obra es el boca a boca, que traduce la transmisión de corazón a corazón, de amigo a amigo. Nos fiamos más de lo que nos dice un amigo de verdad, que del mejor crítico literario. Compramos libros, los buscamos o, en la era digital, los descargamos de Internet cuando alguien, que participa de la misma sensibilidad, nos lo aconseja.

Compartir lecturas se llega a hacer imprescindible para el lector empedernido. Cuando nos hemos enamorado de un libro y, eso ocurre a menudo, se convierte durante algún tiempo en un lugar mental al que volver; la historia se introduce en nuestros sueños y en nuestros pensamientos, y la recreamos, hasta tal punto que se nos hace necesario hablar, discutir, comentar lo leído; es decir, compartirlo.

Los libros se comparten de este modo en la intimidad de corazones gemelos, pero quizá el lugar propio de comunicar los libros es la tertulia, lugar de encuentros culturales, en los que se difunden ideas y pensamientos.

Nuestro país es lugar de tertulias. La tertulia es algo tan nuestro como la siesta, el flamenco, o el toreo. De todos modos, en muchos lugares han existido foros donde se ha comunicado cultura. En algunos, las mujeres fueron las protagonistas. Así, en torno a las hetairas griegas, las geishas japonesas, o las preciosas ridículas francesas se originaban intercambios de ideas y de conocimiento. En círculos anglosajones, las reuniones culturales, exclusivas y masculinas, se realizaban en clubes y pubs. Recordemos el Oxford de Tolkien y Lewis, donde en aquel pub, “The Eagle and the Child”, los Inklings leían sus creaciones al tiempo que recitaban antiguas sagas.

Sin embargo, es España el país de las largas tertulias, las reuniones de sobremesa, los cafés interminables… En nuestro país, precedieron, a las actuales tertulias literarias, las reuniones en los corrales de comedias del siglo XVII, los cenáculos de la rebotica o de las sociedades de amigos del país del XVIII, pero en el siglo XIX y XX, la cultura se centró en torno a los cafés. El café Pombo, el Café Gijón, el Café Suizo de Madrid; el Parnasillo de Granada, o el Novelty de Salamanca, formaron círculos creadores de cultura. Hoy en día, en todas las ciudades y muchos pueblos de España, Ayuntamientos, Asociaciones Culturales y otras instituciones organizan Tertulias Literarias y Clubes de lectura.

Desde hace más de veinte años, participo en una Tertulia Literaria: una vez al mes nos leemos el libro que señala una persona, Pilar de Cecilia, crítica literaria, cuyo trabajo al frente de la tertulia es insustituible, proponiendo el libro que el grupo leerá durante el mes. En la tertulia mensualmente emprendemos un viaje común en el que finalmente analizamos lo que hemos leído. En la cada reunión no importa tanto el libro, ni el autor, como el diálogo que se inicia a partir de la visión singular que ese libro o ese autor ha causado en cada participante. La conversación nos conduce, unas veces a contrastar posturas y actitudes; en otras ocasiones, se convierte en una guerra entre mentalidades opuestas, o sensibilidades enfrentadas. Nunca el intercambio de palabras e ideas es tedioso. Del diálogo se saca siempre provecho, y la persona que entró en la Tertulia con una idea preconcebida, a la salida la ha dinamitado o se ha aferrado aún más a ella.

La Tertulia requiere orden, precisa humildad, y capacidad de escucha. Suele ser difícil no hablar con el vecino, lo cual causa un murmullo de fondo, que dificulta la comunicación. A veces gritamos, otras interrumpimos, pero muchas más susurramos al que está al lado, porque nos avergüenza poner en común algo que nos parece íntimo. Con el tiempo, en el grupo se va unificando el diálogo, de tal modo, que la idea interesante va al centro, fluyendo para llegar a toda la periferia.

Participar en la tertulia requiere humildad, y humilde es el que aprende del otro. Todos aportan, y es de sabios escuchar. Si escuchamos, el mundo interior que, en cada uno de nosotros, una lectura ha desencadenado, se proyecta al grupo; y notamos que alguien está en nuestra misma longitud de onda, mientras que en otras ocasiones las vibraciones del ambiente se perciben como opuestas a nuestro sentir.

En la Tertulia no se proponen siempre los libros que nos gustan, y en aquella novela que yo nunca hubiera elegido para leer, descubro y realidades ajenas a mi universo que sin ella se habría vuelto cerrado. Así, el horizonte personal de nuestro pequeño mundo se amplía.

Gracias a la Tertulia hemos compartido viajes, hemos subido montañas, bajado al abismo, surcado los mares, volado hasta el cielo. Gracias a ella, en una misteriosa máquina del tiempo, hemos asistido a revoluciones, a conquistas intrépidas; hemos sentido la opresión del tirano, la injustica de la guerra; hemos sido caballeros medievales, o esclavos negros. Gracias a la tertulia nos hemos introducido en la mentalidad mágica de lo fantástico, en la analítica de lo policíaco, en la cultural de la novela histórica. A través de la lectura en común, hemos compartido historias llenas de sentimiento, del género romántico, o psicológicas y formidables en la novela realista. Nunca hubiéramos conocido con tanta intensidad a Dostoievski, a Undset, a Mankell, a Vargas Llosa, a Buzatti, a Marlowe, a Reverte o a Maalouff… si no hubiéramos compartido opiniones y posturas con otras personas que los leyeron a la par que nosotros.

Se dice que el libro ha muerto, sepultado por la marea de Internet; sin embargo, las miles de tertulias que proliferan en este país son testigos de la vitalidad de los libros. Mientras exista el género humano, habrá gentes que inventen historias, y muchas más que las reinventen desde su propio universo individual. Gracias a la tertulia, de ser lectora compulsiva, pasé a escribir historias. Sin la Tertulia, no habrían aparecido Jana, ni Aster, en aquella primera historia que fue La Reina sin Nombre; sus hijos, los Hijos de un Rey Godo, no habrían llegado a este mundo; no conocería a Alodia ni a Atanarik, ni a Belay, en El Astro Nocturno. La trilogía goda, El Sol del Reino Godo, no habría amanecido. Por ello, mi agradecimiento, – a Pilar de Cecilia y a todos los que participan en la Tertulia Literaria de esta pequeña capital de provincias -, es infinito.

María Gudín

Ciudad Real a 9 de Noviembre de 2014