La creatividad literaria: inspiración y esfuerzo personal

Discurso de ingreso en la Sociedad de Autores Manchegos

La percepción humana es un proceso creativo y complejo, no es un proceso únicamente objetivo. No vemos los mismos colores, no gustamos de los mismos sabores, cada uno prefiere distintos perfumes. De algún modo, la percepción humana es creativa, aporta la propia subjetividad al hecho concreto y externo. Sin embargo, somos capaces de comunicarnos porque percibimos sensaciones similares. En lo que gustamos, oímos, vemos o palpamos, hay aspectos comunes a los demás seres humanos, pero otros que no lo son, porque son propiamente personales. Los aspectos subjetivos de la percepción posibilitan la creatividad artística.

Quizá la cualidad fundamental del artista es introducirse de una manera magistral en la parte de creatividad subjetiva que cada persona posee. El pintor Vassily Kandinsky toma esta idea del compositor Robert Schuman, y afirma que “iluminar las profundidades del corazón humano es la misión del artista”.

Si en todas las artes, el creador se introduce en la interioridad ajena, el poeta y el novelista la alcanzan más que ningún otro. A menudo, encontramos en las páginas de los escritores que leemos, puntos de vista, ideas, sentimientos que ya habíamos experimentado previamente.

Partimos, entonces, de la siguiente idea: todo ser humano, por el hecho de serlo, posee en sí mismo capacidad artística, es decir, el don de recrear en la propia mente la realidad de un modo personal. Sin embargo, lo que caracteriza al escritor es que esa facultad se materializa en ser capaz de transmitir a otras personas mediante la palabra escrita lo personal de la propia percepción, del propio mundo imaginado.

Lo primero que nos preguntaríamos sobre la creatividad literaria es si el don de entrometerse en la mente del lector, propio del novelista y del poeta, nace o se hace. Hay unas frases muy ilustrativas de Mario Vargas Llosa, el último Premio Nobel en lengua castellana, que explican: “Si no me equivoco en mi sospecha, una mujer, un hombre desarrollan precozmente en su infancia o comienzos de su adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse creación literaria”.

La creatividad literaria, entonces, significa crear mundos nuevos. Es decir, el escritor consigue que donde antes no había -­una historia, una descripción, una metáfora, un poema- ahora aparezca algo; donde antes no existía, ahora ha surgido algo. Por ello, la creatividad literaria posee en sí misma algo divino, algo propio de los dioses, más allá del mundo de la razón.  Albert Einstein afirma que “tener imaginación es más importante que el conocimiento”.

Luis Racionero afirma, y yo comparto enteramente su teoría, que en toda creación literaria se produce gracias a dos características primordiales: la indiferenciación y la desinhibición.

La primera de ellas, la indiferenciación, es la capacidad de alcanzar un punto instintivo e instantáneo en el que no existe nada. En ese punto de indiferenciación suprema, se origina una idea, un sentimiento, una imagen que no había existido antes, o que al propio artista, le parece original y totalmente novedosa. Quizá no se trata de que la idea en sí misma, o la imagen, sea nueva; sino, ante todo, consiste en que el hecho creativo aparece ante la propia mente que crea, y ante el futuro lector, como una nueva forma de percibir o imaginar una determinada realidad.

Al experimentar, y percibir mentalmente, la idea que ha surgido de forma original, se experimenta placer, un gozo íntimo de naturaleza espiritual, que comparten todos los artistas y que, cuando tras horas de empeño creativo, no aparece, produce un sentimiento contrario, agónico casi. El arte es así agonía y éxtasis. Rilke compara el proceso creador creativo con un verano que llega tras las tormentas de primavera, y que requiere paciencia: “Ser artista es: no calcular, no contar, sino madurar como el árbol que no apremia a su savia, más permanece tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras ellas tal vez nunca pueda llegar otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero solo para quienes sepan tener paciencia, y vivir con ánimo tan tranquilo, sereno y anchuroso, como si ante ello se extendiera la eternidad. Esto lo aprendo yo cada día, lo aprendo ante sufrimientos, a los que, por ello, quedo agradecido. ¡La paciencia lo es todo!”. Es decir, para Rilke, el arte creativo es alegría, placer pero a la vez sufrimiento y angustia.

El acto creador origina un placer psicodélico, similar al de algunas drogas y que hace que algunos artistas -recordemos a Baudelaire y a muchos músicos modernos- se hayan introducido en el submundo de la drogadicción, para poder experimentar algo similar. La droga es capaz de generar alucinaciones, que semejan algún aspecto del proceso creativo.

La segunda característica del arte es la desinhibición: dejar salir lo que hay en el fondo del espíritu del autor. Encontrar lo que uno ha llevado dentro largo tiempo y que, quizá por una serie de prejuicios, timideces y pudores se es incapaz de exponer. Quizá es en el mundo de la novela donde es más difícil actuar con total desinhibición, y si eso no se consigue, la obra creativa se transforma en algo pedante y forzado. Hay autores, pensemos en Lampedusa, que solo han producido una buena novela, porque han logrado sacar fuera algo de sí mismos solo una vez. Hay muchos que forzados por las ventas, escriben novelas tipo best sellers, en las que la técnica domina sobre la creatividad. Hay muchos otros que están constreñidos por su propio conocimiento de la historia, o de datos de diverso tipo, y su producción no es más que un ladrillo infumable. Para que una obra literaria sea realmente una obra de arte hay que llegar a lo instintivo, a lo irracional y profundo, a la inspiración, y para ello hay que desinhibirse.

Cuando se habla de desinhibición no se trata de un acto de procacidad o mala educación, sino de soltar amarras, romper barreras psicológicas, para dejar salir lo que es propio e íntimo. Generalmente, la desinhibición creativa se consigue en la juventud, porque cuando se comienza a escribir en la madurez, el autor suele estar más lleno de  prejuicios, de normas y de actitudes preestablecidas que actúan impidiendo que los impulsos más íntimos emerjan de manera novedosa y personal, de tal modo que se hagan vida literaria.

Si en todas las artes, dejar salir lo íntimo presenta dificultades, y los prejuicios tanto personales, como académicos aherrojan al espíritu libremente creativo, en literatura, esto ocurre muchísimo más. ¿Qué pensarán de mí cuando escribo un pasaje fantástico? ¿Qué dirán cuando describo este íntimo sentimiento? ¿Se burlarán de mí cuando ponga en prosa algo que me gusta o me horroriza? Y más adelante, ¿venderá esta novela si la escribo de tal y tal manera? ¿Será políticamente correcta? ¿Qué dirán los críticos y, más actualmente, los blogs? Todos esos prejuicios y actitudes preconcebidas frenan al escritor. Y sin embargo, lo que a nosotros nos parece tan íntimo, lo que quizá no deberíamos exponer, es común al espíritu humano y compartido por muchos otros. Es precisamente eso lo que nos permite llegar a puntos comunes con el lector. Probablemente, es lo que hace que el arte de escribir, realmente lo sea porque se convierte así en un arte que ilumina el corazón del ser humano.

¿Cómo se produce el acto creativo? La creación es suma de dos aspectos, por una parte la creación es instintiva, animal, espontánea. Por otra, la creación es racional, esforzada, laboriosa. Los artistas no crean de la nada. La creación de la nada no es más que un espejismo. Utilizan leyes naturales. No se puede ser artista, si no hay un esfuerzo de utilizar los medios, de aplicar la técnica. Como antes nos explicaba Rilke, el arte de escribir precisa paciencia, esfuerzo, a la par que inspiración.

Comencemos con la inspiración. Toda la obra literaria es fruto de una inspiración inicial, que posteriormente va a ser desarrollada, también a través de la inspiración. A todo ello se le aplicará esfuerzo, paciencia y técnica literaria.

Veamos el inicio de algunas obras literarias. Hay una inspiración en el momento inicial, hay algo novedoso y original en las primeras palabras de aquellas obras que actualmente son clásicos. Contaba Tolkien que, un día, corrigiendo exámenes, llegó a uno que estaba en blanco. Ante el papel, vacío comenzó a escribir unas frases “En un agujero, vivía un Hobbit…”.  En ese momento no sabía, ni qué era un hobbit, ni como era el agujero. De esas dos frases salieron toda la saga de El Señor de los Anillos, pero esas frases iniciales, que él no había provocado, que le vinieron, hicieron surgir todo un mundo fantástico.

Pensemos en Cervantes. “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…” hay algo arrebatado y creativo en las primeras frases de la obra culmen de la literatura española. Después de esta primera frase, las siguientes irrumpen como un torrente en el que se describe ese hidalgo que Cervantes quizá aún no tenía plenamente en su mente. Don Miguel de Cervantes se sitúa, original y vanguardista en pleno siglo XVI, como narrador en una primera persona que tardará años en aparecer en la literatura, y que hace que el escritor acompañe de un modo cercano a aquel hidalgo loco por los caminos manchegos.

Otro ejemplo, cuando leemos el inicio de Orgullo y prejuicio “Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa”. De modo inmediato, se abre un mundo que la joven Jane Austen va a desarrollar de modo envolvente a partir de esas tres frases iniciales; en ellas están ya presentes, Miss Elizabeth Benett, y Mr. Darcy.

Cuando las primeras frases de La Reina sin Nombre: – “Bajo una luna celta, las sombras de los árboles…” – brotaron como un torrente del que nació toda una serie de novelas visigodas, cuando apareció la figura de una niña rubia de padres desconocidos, oculta entre los bosques de Vindión, en las estribaciones de la cordillera cantábrica, yo no podía prever todo lo que iba a ser el proceso creativo. Desde ese primer momento, la historia se fue desarrollando de modo gradual a través de casi dos mil páginas, muchas veces fuera de un directo control racional. Sin embargo, lo fundamental de La Reina sin Nombre, como de cualquier novela son las primeras frases. A la hora de escribir una novela, todo es importante, pero el momento inicial, las primeras palabras, constituyen el disparo de salida de un universo nuevo que antes no existía y que irá apareciendo de modo gradual.

La inspiración literaria no es necesaria únicamente en el momento inicial. En cada punto del desarrollo de la novela hay una creatividad intrínseca que diferencia la verdadera obra de arte del best seller o del ripio.

Hay inspiración también en cada nueva palabra, en lo que continúa después, en los personajes, ambientes, y trama que va apareciendo. ¿Qué es lo que inspira al escritor? Sin duda, los paisajes. Recuerdo un anochecer en las estribaciones de los montes de Toledo. Ni una sola luz en kilómetros a la redonda. El sol desciende hacia su ocaso en una tarde cálida de finales de verano, al tiempo, que la luna amanece roja, redonda, incandescente… Aquellos dos astros se convierten en la novela que está todavía en mantillas, en el símbolo de la separación de Aster y Jana. Otro crepúsculo, otro ocaso sobre los humedales manchegos, inspiró el pasaje en el que las tropas de un ejército invasor procedente de los arenales desérticos africanos, rezan a Allah dando gracias por la conquista del paraíso, la Hispania visigoda. Las calles del ruinoso castro de Coaña, se poblaron en mi mente de personajes entre los que una adolescente, casi una niña, actúa como sanadora. Se me viene a la memoria, como momento inspirador, un paseo en solitario por la Tarragona actual que trajo a la luz la antigua ciudad de Tarraco, donde un personaje, Hermenegildo, mirando al mar, vivió sus últimas horas.

Otras veces, la inspiración nace en situaciones de tensión. Cuando la autora que escribe estas líneas hubo de testificar en un juicio, en el nerviosismo de la hacer tiempo hasta la declaración, vio en su mente la destrucción de una ciudad. Otras en situaciones de absoluto aburrimiento, cuando esperando a un autobús, aparece la idea que transforma el tedio de la espera, en disfrute porque se abre un episodio nuevo, y la idea hay que escribirla rápidamente en el billete del autobús, para que no se escape de la cabeza.

Los personajes se van cruzando por la mente del escritor a la par que vive su propia vida. La reina Baddo, el pequeño Cebrián, Tarik, son personas vivas que viajan del mundo rutinario en el siglo XX, al tiempo literario del siglo V.

En otras ocasiones, se está seco, seco, seco… Con una sequedad, tan árida, que hace sufrir. La falta de ideas es agonía y tormento en la mente del escritor. La creatividad del novelista parece haber muerto y como nos dice PD James, creadora de tantas novelas de suspense, “Hay que dar una vuelta, desligarse de la mesa de trabajo para abrir la ventana a nuevos aires que nos traigan la idea anhelada de un mundo nuevo”.

La inspiración no es solo en el momento inicial  y en el desarrollo de la trama. Hay una inspiración en el enfoque. ¿Quién cuenta la historia? En El Quijote, es el propio Cervantes que nos cuenta la historia del Ingenioso Hidalgo, y don Miguel se convierte por arte de la magia creadora en un narrador omnisciente que todo lo ve.

Cuando una novela está plagada de datos, la mejor solución suele ser la del narrador omnipresente, como a mí me ocurrió en El astro nocturno, el moro Rasis un cronista árabe cuenta la historia varios siglos más tarde y, por tanto, lo conoce todo. Otras veces, quien narra la historia un personaje en primera persona, un yo, que se transforma en un alter ego del autor; tal y como ocurre en La Reina sin Nombre. Cuando es la primera persona quien cuenta la historia y, cuando además esa primera persona, es la protagonista, el problema se plantea porque puede aparecer una apabullante subjetividad, que surge de un “yo” continuo, y puede llegar a dañar al conjunto de la historia. Otra solución que algunos autores han utilizado, es la de presentar como narrador un personaje mágico. Así, la muerte se convierte en la narradora de La ladrona de libros de Markus Zusak, o la Fortuna cuenta la vida de los Hijos de un rey godo.  Otra forma de contar, es la de aquellos escritores, que optan por múltiples narradores al tiempo, como ocurre en la reciente novela belga Todos queremos el cielo de Els Berteen, cuatro personajes de modo magistral cuentan una historia en la que el héroe en realidad es el villano, y el que muere considerado como un traidor, es el hombre fiel. O aquella otra Mi hermana del alma de Chitra B. Divakarduni, donde dos jóvenes indias, cuentan la misma historia desde puntos de vista enfrentados. La novela actual también puede relatar la acción a través de documentos apilados, como ocurre en La pesca del salmón en Yemen.  Incluso un animal puede ser el narrador como en Tombuctú de Paul Auster, donde un perro de características sanchopancescas, cuenta las aventuras de un personaje similar a don Quijote.

Recuerdo como al escribir El astro nocturno, comencé escribiendo la novela en primera persona durante varias páginas, y aquello no sonaba bien. Después transforme toda la prosa a la tercera persona y reescribí lo que tenía. Ahí descubrí que el punto de mira es fundamental, y que es fruto también de la inspiración.

El escritor precisa así mismo de inspiración para encontrar el tiempo de la novela. Escribir en presente está pleno de sugerencias, hace que el lector no sepa lo que va a ocurrir; cuando se escribe en pasado, el lector conoce que, al menos el personaje que cuenta la historia, ha sobrevivido. Algo que no ocurre en la novela El último cortejo de Laurent Godé, en la que el narrador, que habla en presente, finalmente nos enteramos que es la cabeza de un soldado que ha sido ejecutado.

El presente, sin embargo, puede resulta agotador para el que escribe, pero es un tiempo muy cercano. Escribir en pasado muestra la dificultad de que el perfecto es un tiempo demasiado cerrado y el imperfecto demasiado abierto, y para mezclar los dos se necesita maestría. Una opción que se tomó en El astro nocturno y, en alguna otra novela que tengo aún en el tintero, es mezclar el tiempo presente con el pasado. De tal modo que dos líneas argumentales se van mezclando, lo que sucede en pasado remoto, va en pretérito mientras que lo que ocurre en la actualidad y, se va desarrollando con la acción, va en presente. Así, ocurre en El Astro Nocturno: la dramática historia de la infancia y juventud del conquistador Tarik, se escribe en pasado, mientras la historia de la conquista de Hispania, se escribe en presente.

Se precisa inspiración para alcanzar el ritmo adecuado. Quizá el ritmo es clave para que una historia no sea un plastrón pesado, ni algo tan rápido y desconcertante, que no permita profundizar en sentimientos y actitudes de personajes, ni tampoco describir adecuadamente ambientes y situaciones. La novela española del XIX poseía un ritmo extremadamente pausado, descriptivo y lento. José María de Pereda en Peñas Arriba describe un paisaje montañés durante páginas y páginas. A mí me gusta eso, me gusta la descripción pausada. Sin embargo, desde el advenimiento de la cinematografía, desde las películas de acción, ese ritmo se ha vuelto imposible, no es un ritmo que suela agradar al lector del siglo XXI.

La lentitud de una novela muchas veces guarda relación con lo que se ha trabajado en ella. He notado que cuanto más repaso una novela más lenta se torna. Esto me sucede así porque voy diseccionando al personaje, veo cada vez mejor la localización y el ambiente, entiendo aspectos ocultos en la acción. La consecuencia es que todo se prolonga. Encontrar el punto justo entre un ritmo desorbitado y una excesiva quietud, es otro aspecto de la inspiración artística. El ritmo, sin duda, tiene mucho que ver con el género literario. En la novela de misterio y policíaca pasan continuamente cosas, y el ritmo es inevitablemente rápido. En la novela psicológica, y en la poética no pasa casi nada y se describe todo. El ritmo lento por antonomasia es el de la poesía.

Entremos, por último, en el otro aspecto que Rilke señalaba, la novela es paciencia, es esfuerzo. Crear no es solo flotar en una nube, la creatividad precisa trabajo. La novela no es únicamente inspiración. La novela requiere voluntad, técnica, horas de labor frente al papel o al ordenador, faena agotadora a veces. Hay un esfuerzo en imaginar. Cuando a Isak Diresen se le preguntó si rescribía muchas veces sus cuentos, contestó: “Oh, sí, lo hago, lo hago. Es infernal. Una y otra vez”. Y aún lo dejó más claro: “Pues sólo si uno es capaz de imaginar lo que ha ocurrido…, de repetirlo en la imaginación, verá las historias, y sólo si tiene la paciencia de contárselas y volvérselas a contar (Je me les raconte et reraconte), será capaz de contarlas bien”.

Cada novela tiene un tiempo de preñez, un tiempo en el que se oculta en la mente del escritor, el tiempo de lo inconsciente, lo que se está generando en el fondo del cerebro y de la mente. El tiempo de las imágenes que surcan la imaginación, de los recuerdos, de las palabras, de los colores, de la búsqueda… Una buena novela precisa ser rumiada, pensada, imaginada; y se convierte en algo obsesivo, a lo que el autor da vueltas, una y otra vez, intentando que aparezca el personaje, en dar salida a una situación, de imaginar el encuadre. Cuando el escritor está en fase creativa, todo su tiempo es creador.

La novela se convierte así en locura y terquedad. Tal y como explica Vargas Llosa: “Tal vez, a los lectores empecinados de novelas les pueda enriquecer la lectura saber que, detrás de esas aventuras ficticias que encienden su imaginación y los conmueven, hay no solo intuición, fantasía, invención y una pizca de locura, sino también terquedad, disciplina, organización, estrategia, trampas y silencios y una  urdimbre compleja que levanta y sostiene en vilo la ficción”.

Hay algo de testarudez y porfía en la construcción de la novela. Cada novela se convierte en un proceso obsesivo de documentación, por eso en una buena novela hay un trasfondo que desconocemos, y que desaparece dejando algunos rastros. La documentación es el subconsciente de la novela. Al igual, que nuestra vida está determinada por procesos inconscientes desconocidos, la novela descansa en una urdimbre trabajosa, en el esfuerzo constructivo por documentarse bien y de repensar ideas y personajes. El escritor se inspira a la vez que se documenta en libros, bibliotecas, archivos. Actualmente, Internet constituye una herramienta inestimable en manos del escritor. La documentación, que puede hacerse interminable, es la base de toda novela histórica. Sin embargo, la documentación no puede ser pedante y excesiva. La documentación sirve para que quizá una única frase, o una palabra estén avaladas, por la realidad que las sustenta y que es fruto de la investigación. El buen escritor se documenta no solo en el dato frío, sino también en el ambiente. Se necesita conocer aquel país, aquel río, la montaña o el desierto. Hay que pisar el terreno, notarlo bajo los pies. Es preciso mantener el mapa de la novela en la mente. A veces, hay que hacer un viaje al pasado, a unas ruinas que, en la mente del escritor se alzan de unas piedras caídas, formando la fortaleza que se erguía en el pasado. Otras, se hace preciso conocer cuáles son las estrellas del verano y cuáles las del invierno; como son en el hemisferio norte o en el sur; como es la flora y la fauna no solo la actual sino también la del pasado. La flora europea cambió tras la conquista de América. Los eucaliptos son árboles que aparecen en España a partir del siglo XIX. Por eso es preciso conocer biología y botánica. Decía Sánchez Adalid que no nos imaginamos Sevilla sin geranios, y durante toda la época árabe, esta planta, no existió porque llegó después del descubrimiento de América.

Es preciso conocer oficios y profesiones. La última novela de Ian Mc Ewan, Sábado, es un prodigio en este sentido. El autor se mete en la mente de un neurocirujano, de tal modo, que parece describe su actividad como si hubiera realizado la especialidad de Neurocirugía. O en aquella novela de Brunoi, Me llama Stradivarius, en la que nos adentramos en el mundo del constructor de violines, y labramos la madera, olemos los barnices, nos introducimos en la construcción del instrumento. Enrique de Heriz, que escribe una novela sobre un ilusionista que pierde la visión, me contaba como durante algunos días salió a la calle con los ojos vendados, para saber qué es lo que percibe un ciego.

El buen escritor lee, no solo datos, sino también otras novelas. Hay novelas que sirven de inspiración, que abren ideas y nuevos campos. La literatura está cambiando, hay que conocer nuevas tendencias porque son los instrumentos en manos del artista. El límite entre el plagio y la inspiración puede ser difuso. Pero ese peligro se soslaya en la mente realmente creativa, que es incapaz de escribir sin crear.

Por último, el autor se enfrenta al esfuerzo inacabable de corregir. A muchos escritores, el editor les arranca las novelas de las manos; porque la corrección para el novelista es también creativa e inabarcable.  Leamos lo que escribe John Henry Newman acerca de la corrección: “Escribo, escribo de nuevo, escribo una tercera vez en el curso de seis meses; luego tomo el tercer borrador y, literalmente, lleno la hoja de correcciones de tal manera que no puede ser leído por otra persona. Luego, lo paso a limpio para el impresor, lo pongo a un lado, lo tomo de nuevo, comienzo a corregir una vez más… no sirve, se multiplican las alteraciones, se reescriben varias páginas, pequeñas líneas entran a escondidas y andan por ahí. Toda la página queda desfigurada y escribo de nuevo. No puedo contar cuantas veces sigo con este proceso…”. Como explicaba antes, a mí me ocurre que en cada nueva corrección, las novelas crecen. Sin embargo, hay escritores que se dejan llevar por la imaginación y crean inmensas novelas a las que hay que podar de un lado y de otro, hasta encontrar en ellas la quinta esencia.

La fallecida Ana María Matute enviaba a su editor quince páginas de la obra que estaba escribiendo, el editor se la devolvía con alguna indicación, ella la corregía y el editor se mostraba más o menos de acuerdo. La escritora lo devolvía de nuevo corregido, y el proceso se repetía una y otra vez hasta lograr el texto absolutamente purificado, construido y deconstruido mil veces.

Así, escribir es verdadero arte, fruto de esfuerzo e inspiración; una tarea apasionante que ilumina tanto al que escribe como al lector. La inspiración suele aparecer cuando se está trabajando, pero el esfuerzo de crear no es posible sin aquella llama de arte que se origina cuando una nueva idea, fruto de la indiferenciación y de la desinhibición, aparece en la mente del individuo que es creativo.

Cuando una novela es realmente arte suscita apasionamiento, tanto positivo – porque el lector concuerda con los sentimientos y puntos de vista del que ha escrito la novela -, como negativo, porque produce un rechazo. Lo que debería preocupar al autor, no es el rechazo de su obra literaria, sino la indiferencia. Cuando un libro se ha trabajado, y ha llegado a ser una obra de arte, tiene esa característica de la que hablaba Robert Schumann, iluminar la profundidad del corazón, y toda luz que ilumina puede generar deslumbramiento, dejándonos ciegos, o una visión más incisiva de lo que ha iluminado. Así esa labor del artista, creada por la inspiración y matizada con el esfuerzo, se convierte en un lugar en el que dos espíritus, el del lector y el del escritor, coinciden.

María Gudín

10 de Marzo de 2016